«La vocación sacerdotal es un misterio. Es el misterio de un ‘maravilloso intercambio’ –‘admirabile commercium’– entre Dios y el hombre. Este ofrece a Cristo su humanidad para que Él pueda servirse de ella como instrumento de salvación, casi haciendo de este hombre otro sí mismo. Si no se percibe el misterio de este ‘intercambio’, no se logra entender cómo puede suceder que un joven, escuchando la palabra ‘sígueme’, llegue a renunciar a todo por Cristo, en la certeza de que por este camino su personalidad humana se realizará plenamente»[1].
«En
el intervalo de casi cincuenta años de sacerdocio lo que para mí
continúa siendo lo más importante y más sagrado es la celebración de la
Eucaristía. Domina en mí la conciencia de celebrar en el altar ‘in
persona Christi’. Jamás a lo largo de estos años he dejado la
celebración del Santísimo Sacrificio. La Santa Misa es, de forma
absoluta, el centro de mi vida y de toda mi jornada»