Forma una unidad con la Navidad y
la Epifanía, del mismo modo que la Cuaresma desemboca en el Triduo Pascual y de
él arranca la cincuentena festiva de Cristo resucitado, el Adviento culmina en
la solemnidad del Nacimiento del Señor, la cual abre, a su vez, el tiempo de
Navidad-Epifanía. En los dos casos es una fiesta la que hace de eje tanto del
periodo que la antecede como del que la sigue: Pascua de Resurrección y Pascua
de Navidad, como popularmente se designa a la segunda gran celebración anual
del año cristiano.
Adviento, Navidad y Epifanía
están unidos en torno al misterio de la manifestación del Señor en nuestra
condición humana. Por eso, aunque el Adviento de alguna manera parece alejarse
de la conmemoración de la primera venida de Jesús, el advenimiento histórico,
sin embargo, está todo él iluminado por la luz que irradia el Verbo hecho
carne. Incluso la expectación de la última venida de Cristo se apoya en la
esperanza que brota de la certeza de la primera; de ahí que el recuerdo de la
preparación que precedió a la llegada del Mesías en el Antiguo Testamento sea
imagen de nuestro Adviento cristiano.
Esta realidad es la que ha
configurado la actual estructura de este tiempo litúrgico. La reforma realizada
después del Concilio Vaticano II ha querido precisar bien el doble sentido del
Adviento en cuanto a la espera de la última venida de Cristo y la preparación
de la Navidad:
“El tiempo del Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de
preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la
primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es, a la vez, el tiempo en el
que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda
venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones, el Adviento se
nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre” (NUALC 39 =
normas universales sobre al año litúrgico y el calendario).
Según la tradición de la liturgia
romana, esta alegre expectación se
desarrolla a lo largo de cuatro semanas, cuyo soporte, como en todos los
tiempos litúrgicos, son los domingos. El Adviento da comienzo en las primeras
vísperas del domingo que cae el 30 de noviembre o en el más próximo a este día,
y acaba antes de las primeras vísperas de Navidad, es decir, hacia la mitad del
día 24 de diciembre. La misa y el Oficio divino de todos estos días están
impregnados del espíritu que se desprende de los dos grandes motivos que se
celebran. Sin embargo, se advierte una acentuación mayor del aspecto de la
espera escatológica en las dos primeras semanas y una más fuerte atención a la
próxima Navidad en las dos restantes, especialmente a partir del día 17 de
diciembre.
Puede hablarse, por tanto, de dos
momentos en la celebración del Adviento. En la primera parte se especial
relieve a los aspectos escatológicos del encuentro con el Señor, y en la
segunda se leen los hechos que precedieron inmediatamente al nacimiento del
Salvador.
Las ferias desde el 17 al 24 de
diciembre, incluyendo el domingo IV de Adviento, que cae siempre en uno de
estos días, son conocidas como las de la
“O”, porque durante ellas las antífonas del Magníficat empiezan con la
exclamación Oh: ¡Oh Sabiduría! ¡Oh
Adonai! ¡Oh renuevo del tronco de Jesé!, etc. Es también la semana de las anunciaciones de Juan el Bautista y
de Jesús, a causa de la lectura evangélica, que las recoge en citados días.
Los Domingos de Adviento
El Adviento es el tiempo de los
vaticinios mesiánicos y de la esperanza de la Iglesia. Por eso, si en todo
tiempo litúrgico las lecturas de la Sagrada Escritura nutren abundantemente la
celebración de la misa y del Oficio divino, en el Adviento adquiere un
particular relieve el Leccionario bíblico,
el cual se centra en las profecías y anuncios del nacimiento de Jesús, de los
tiempos mesiánicos y del retorno del Señor al final de la historia. El Leccionario de Adviento presenta a
Cristo como el que ha prometido volver entre los suyos, para que éstos se
mantengan en tensión de espera y en vigilancia. Pero al mismo tiempo nos dice
que ese Cristo es el que cumplió las promesas de los antiguos profetas hechas a
los padres, depositadas después en el anuncio a unos personajes especialmente
vinculados al nacimiento del Salvador: Zacarías e Isabel, José, Juan el
Bautista y María.
Existen unas coincidencias y unas
líneas de fondo comunes a todos los domingos de Adviento, líneas que son
determinantes de la unidad temática y espiritual propia de cada uno.
Cada misa tiene una primera
lectura profética, tomada preferentemente del profeta Isaías, una segunda,
apostólica, de las cartas de San Pablo en la mayor parte de los casos, y un
evangelio que, siguiendo la regla de utilizar un sinóptico para cada uno de los
años del ciclo, está tomado de Mateo en el ciclo A, de Marcos (complementado
con Juan y Lucas) en el ciclo B, y de Lucas en el ciclo C. Naturalmente es la
lectura evangélica la que polariza el contenido de cada uno de los domingos.
Por eso, cada domingo tiene un
tema específico propio en cada uno de los tres años del ciclo de lecturas:
·
La vigilancia en la espera del Señor (dom. I)
·
La urgencia de la conversión en los avisos de
Juan el Bautista (dom. II)
·
El testimonio del Precursor (dom. III)
·
El anuncio del nacimiento de Jesús (dom. IV)
Por otra parte, la liturgia
conjuga las dos grandes líneas del Adviento, la que se refiere a la espera
escatológica y la que nos prepara para la celebración de la Navidad, aun cuando
pone el acento en una durante la primera parte del Adviento y en otra durante
la segunda. Un ejemplo de esta manera de proceder lo tenemos en el prefacio I
de Adviento, cuya parte central dice:
“… por Cristo
nuestro Señor.
Quien, al
venir por vez primera
en la
humildad de nuestra carne,
realizó el
plan de redención trazado desde antiguo
y nos abrió
el camino de la salvación;
para que,
cuando venga de nuevo
en la
majestad de su gloria,
revelando así
la plenitud de su obra,
podamos
recibir los bienes prometidos,
que ahora, en
vigilante espera, confiamos alcanzar”.
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