1. La Iglesia es apostólica porque está fundada en la predicación y la oración de los Apóstoles, en la autoridad que les ha sido dada por Cristo mismo. San Pablo escribe a los cristianos de Éfeso: «Vosotros sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular» (2, 19-20); o sea, compara a los cristianos con piedras vivas que forman un edificio que es la Iglesia, y este edificio está fundado sobre los Apóstoles, como columnas, y la piedra que sostiene todo es Jesús mismo. ¡Sin Jesús no puede existir la Iglesia! ¡Jesús es precisamente la base de la Iglesia, el fundamento! Los Apóstoles vivieron con Jesús, escucharon sus palabras, compartieron su vida, sobre todo fueron testigos de su muerte y resurrección. Nuestra fe, la Iglesia que Cristo quiso, no se funda en una idea, no se funda en una filosofía, se funda en Cristo mismo. Y la Iglesia es como una planta que a lo largo de los siglos ha crecido, se ha desarrollado, ha dado frutos, pero sus raíces están bien plantadas en Él y la experiencia fundamental de Cristo que tuvieron los Apóstoles, elegidos y enviados por Jesús, llega hasta nosotros. Desde aquella planta pequeñita hasta nuestros días: así la Iglesia está en todo el mundo.
2. Pero preguntémonos: ¿cómo es posible para nosotros vincularnos con aquel testimonio, cómo puede llegar hasta nosotros aquello que vivieron los Apóstoles con Jesús, aquello que escucharon de Él? He aquí el segundo significado del término «apostolicidad». El Catecismo de la Iglesia católica afirma que la Iglesia es apostólica porque «guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles» (n. 857). La Iglesia conserva a lo largo de los siglos este precioso tesoro, que es la Sagrada Escritura, la doctrina, los Sacramentos, el ministerio de los Pastores, de forma que podamos ser fieles a Cristo y participar en su misma vida. Es como un río que corre en la historia, se desarrolla, irriga, pero el agua que corre es siempre la que parte de la fuente, y la fuente es Cristo mismo: Él es el Resucitado, Él es el Viviente, y sus palabras no pasan, porque Él no pasa, Él está vivo, Él hoy está entre nosotros aquí, Él nos siente y nosotros hablamos con Él y Él nos escucha, está en nuestro corazón. Jesús está con nosotros, ¡hoy! Esta es la belleza de la Iglesia: la presencia de Jesucristo entre nosotros. ¿Pensamos alguna vez en cuán importante es este don que Cristo nos ha dado, el don de la Iglesia, dónde lo podemos encontrar? ¿Pensamos alguna vez en cómo es precisamente la Iglesia en su camino a lo largo de estos siglos —no obstante las dificultades, los problemas, las debilidades, nuestros pecados— la que nos transmite el auténtico mensaje de Cristo? ¿Nos da la seguridad de que aquello en lo que creemos es realmente lo que Cristo nos ha comunicado?
3. El último pensamiento: la Iglesia es apostólica porque es enviada a llevar el Evangelio a todo el mundo. Continúa en el camino de la historia la misión misma que Jesús ha encomendado a los Apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 19-21). Esto es lo que Jesús nos ha dicho que hagamos. Insisto en este aspecto de la misionariedad porque Cristo invita a todos a «ir» al encuentro de los demás, nos envía, nos pide que nos movamos para llevar la alegría del Evangelio. Una vez más preguntémonos: ¿somos misioneros con nuestra palabra, pero sobre todo con nuestra vida cristiana, con nuestro testimonio? ¿O somos cristianos encerrados en nuestro corazón y en nuestras iglesias, cristianos de sacristía? ¿Cristianos sólo de palabra, pero que viven como paganos? Debemos hacernos estas preguntas, que no son un reproche. También yo lo digo a mí mismo: ¿cómo soy cristiano, con el testimonio realmente?
La Iglesia tiene sus raíces en la enseñanza de los Apóstoles, testigos auténticos de Cristo, pero mira hacia el futuro, tiene la firme conciencia de ser enviada —enviada por Jesús—, de ser misionera, llevando el nombre de Jesús con la oración, el anuncio y el testimonio. Una Iglesia que se cierra en sí misma y en el pasado, una Iglesia que mira sólo las pequeñas reglas de costumbres, de actitudes, es una Iglesia que traiciona la propia identidad; ¡una Iglesia cerrada traiciona la propia identidad! Entonces redescubramos hoy toda la belleza y la responsabilidad de ser Iglesia apostólica. Y recordad: Iglesia apostólica porque oramos —primera tarea— y porque anunciamos el Evangelio con nuestra vida y con nuestras palabras. (Catequesis 16 de octubre 2013)
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