viernes, 13 de febrero de 2015
Sacerdotes para servir
Los sacerdotes debemos prepararnos para guiar a los demás fieles hacia una maduración de la fe. Sentimos que nosotros somos los primeros que tenemos que abrir más nuestros corazones. Recordemos las palabras del Maestro en el último día de la fiesta de las Cabañas en Jerusalén: «Jesús, en pie, gritó: “el que tenga sed, que venga a mí y beba, el que cree en mí. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán ríos de agua viva”. Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 37-39). También del sacerdote, alter Christus, pueden manar ríos de agua viva, en la medida en que él beba con fe las palabras de Cristo, abriéndose a la acción del Espíritu Santo. De su “apertura” a ser signo e instrumento de la gracia divina depende en última instancia, no sólo la santificación del pueblo que se le ha encomendado, sino también el orgullo de su identidad: «El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco —no digo “nada” porque, gracias a Dios, la gente nos roba la unción— se pierde lo mejor de nuestro pueblo, lo que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor “ya tienen su paga”, y puesto que no se juegan ni la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con “olor a oveja” — esto os pido: sed pastores con “olor a oveja”, que eso se note—, en vez de ser pastores en medio de su rebaño y pescadores de hombres» (Papa Francisco, Homilía de la S. Misa crismal, 28 de marzo de 2013)De la Congregación del Clero 2013.
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