Por la falta de libertad religiosa, la vida de los
seminarios en China es muy distinta a la de Occidente. Alfa y Omega ha tenido
acceso a la experiencia de un seminarista chino que está completando sus
estudios en una pequeña ciudad de Europa. Por motivos de seguridad, prefiere no
dar su nombre. Su testimonio recuerda los primeros tiempos del cristianismo
bajo las persecuciones, y muestra que la Iglesia católica en China está muy
viva.
¿Cómo viven los seminaristas en China? Es difícil de
contestar, ya que, dependiendo de la situación de cada diócesis, cambia el modo
de vivir en el seminario. Lo que voy a decir sobre mi seminario es un pequeño
reflejo de los seminarios clandestinos.
El año 1997 entré en el seminario. Éramos casi 30 chicos,
procedentes de tres lugares diferentes del país. Nosotros, el curso más joven
-casi todos teníamos 17 años- vivíamos en una cueva, construida por los
seminaristas mayores en una montaña tan alta que nos parecía vivir en el cielo.
Aquella era nuestra capilla, nuestra aula de clase, y también el comedor.
Debajo de nosotros había una aldea, de unos 100 habitantes, todos católicos.
Eran los que nos protegían, y los que nos subían el arroz, la harina y las
verduras.
Durante la semana, no teníamos mucho tiempo libre, porque
había que aprovechar las horas al máximo, pues allí nadie sabe cuánto puede
durar un curso. De lunes a viernes, teníamos ocho clases diarias, con
asignaturas muy variadas. Los sábados hacíamos la limpieza, y los domingos
podíamos salir a hacer una pequeña excursión por la montaña. El tiempo de
formación antes eran cinco años; ahora son diez, como mínimo.
El primer año vivimos muy felices en aquella cueva, nadie se
quejó de la humedad ni de la comida, pues el amor fraterno lo suple todo. La
oración y el estudio son nuestra tarea principal, porque sabemos que Cristo
necesita soldados bien armados de ciencia y de santidad para extender su reino
en China. Cuando alguno está enfermo, o le duele el estómago, o la pierna
-porque hay mucha humedad-, el formador suele decirle bromeando que son
síntomas de vocación, porque casi todos los curas tienen tales enfermedades.
¡Pues, ya ves cómo Dios confirma la llamada! Nosotros sabemos que el dolor de
estómago del formador es debido a la mala alimentación que tuvo cuando estuvo
en la cárcel, pues le daban muy poca comida, y mala. Cuando le preguntamos qué
pensaba en la cárcel, nos dijo: «En la comida; después del desayuno, uno ya
comienza a esperar el almuerzo, porque siempre teníamos hambre».
En aquel tiempo, cuando rezábamos, podíamos cantar; también
podíamos reírnos a carcajadas, hablar en voz alta, salir a dar paseos...
Gozamos de bastante libertad durante casi un curso entero. Luego tuvimos que
irnos a otro sitio. Es que los policías se enteraron de la existencia de un
grupo de los nuestros, que vivían en otra montaña. Les capturaron a todos
cuando estaban almorzando. En el camino a la comisaría, una feligresa vio a un
seminarista en el jeep de policía haciéndole señales, así que subió corriendo
adonde nosotros estábamos para avisarnos. Cuando llegó, estábamos preparando la
cena. El formador, sin pensar ni un segundo, en seguida nos mandó huir. Bajamos
de la montaña cruzando un bosque, de dos en dos. Todavía no éramos conscientes
del miedo, nos parecía casi divertido aquello de huir corriendo de la policía.
Hacíamos competiciones para ver quién corría más rápido...
Una vez salimos de la casa, los fieles de la aldea metieron
piensos para los animales domésticos en la cueva, y echaron polvo en el cristal
de la ventana, que siempre había estado muy limpia. Esa misma noche, subieron
los policías, llevando perros, para capturarnos también a nosotros. Dios pensó
que todavía no era el tiempo. Ya no había nadie allí.
Tres meses después, nos reunimos en otra provincia. Nos dijo
el Rector que los seminaristas detenidos recibieron una condena de tres años de
cárcel, y que tenían que cavar piedras, ya que el sitio era montañoso y hacía
falta construir caminos. En esta nueva casa, el formador nos dijo que fuéramos
más prudentes y cautelosos, no sólo por nuestra seguridad, sino también por la
de la familia que nos había acogido. Así que no podíamos hablar en voz alta, ni
reírnos demasiado, y mucho menos salir de la habitación, para que no se
enterasen los vecinos. Pero, no sé cómo, siempre acaban enterándose. Por eso
teníamos que cambiar de casa cada muy poco tiempo -como mucho, cada medio año-.
Hasta el día de hoy, los seminaristas de mi diócesis siguen llevando este
estilo de vida, huyendo de un sitio para otro. Cuando en alguna fiesta, como la
Pascua, quieren cantar los chicos, el formador elige a uno o dos para que
canten, y en voz baja...
continuará ...
Fuente Revista Alfa y Omega, Madrid, 15 de marzo de 2007
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