Anuncio de la encarnación del Señor
La liturgia no tiene
preocupaciones cronológicas. Lo que le importa es introducirnos en la
contemplación del misterio. Por eso en este domingo ha querido centrar nuestra
mirada en tres mensajes que anuncian que el hijo de Dios toma carne en el seno
de una Virgen:
·
El ángel enviado a José nos informa que el niño
que recibirá los nombres simbólicos de Jesús
y de Enmanuel (“Dios salva” y “Dios con
nosotros”) ha sido concebido por obra del Espíritu Santo.
·
El ángel que saluda a María de parte de Dios
recibe su consentimiento para comenzar la obra de la redención.
·
Isabel, llena del Espíritu Santo, proclama la
presencia del Señor en el seno de María.
La Iglesia, como María llena de
fe y de humildad, confiesa “haber
conocido, por el anuncio del ángel, la encarnación del Hijo de Dios”, y
canta:
“Cielos,
destilad el rocío;
nubes,
derramad la justicia;
ábrase la
tierra y brote el Salvador”.
El misterio es inmenso, ha estado
“mantenido en secreto durante siglos
eternos, y, manifestado ahora en la Sagrada Escritura, ha sido dado a conocer
por decreto del Dios eterno”. Por eso, la Iglesia abre el libro de la
Palabra de Dios y nos invita a guardar todo esto y a meditarlo en el corazón
(Lc 2,19.51). Y así, después de oír el anuncio de los tres mensajeros, lee la
profecía de Isaías acerca de la virgen que da a luz al Enmanuel, y la de Natán a David sobre la duración eterna de su
Reino, y la de Miqueas, que dice dónde nacerá el Mesías. Completa la meditación
de las profecías antiguas con la reflexión apostólica (San Pablo) que no sólo
se ocupa de los orígenes históricos de Jesús, Hijo de David e Hijo de Dios, sino también del mensaje de salvación
que este misterio entraña. Pues Cristo, al hacer su entrada en el mundo, se
dispuso a ofrecerse en sacrificio redentor para santificar a todos los hombres.
Pero la Iglesia no sólo nos hace
meditar en el misterio de la encarnación, sino que, además nos introduce en él
de una manera sacramental gracias a la acción del Espíritu Santo en la
eucaristía. En efecto, entre la encarnación y el misterio eucarístico existe un
maravilloso paralelismo, que no ha escapado a la inspiración de la plegaria
litúrgica. Precisamente en este domingo, en que la Iglesia se concentra en el
acontecimiento que se produjo en María por obra del espíritu Santo, ha de decir
el sacerdote la siguiente oración sobre las ofrendas:
“El mismo Espíritu, que cubrió con su sombra y fecundó con su poder las
entrañas de la Virgen Madre, santifique, Señor, estos dones que hemos colocado
sobre tu altar”.
La plegaria se sirve de las
mismas delicadas imágenes empleadas por el ángel en la anunciación, que
muestran a María como el nuevo tabernáculo del Altísimo al acoger en su seno la
presencia divina del Hijo de Dios. El Espíritu Santo desciende también sobre
los dones eucarísticos para transformarlos en el cuerpo y sangre de Cristo para
hacer de aquellos que los reciban una sola cosa con el Señor. La acción
santificadora del Espíritu, que realizó la encarnación y efectúa el misterio
eucarístico, llega de este modo a los que comulgan con el Verbo encarnado hecho
alimento. Los que celebran la encarnación del Hijo de Dios se convierten,
también ellos, en portadores de Cristo al completar su participación litúrgica
en el misterio por medio de la recepción de la eucaristía.
Por eso, su modelo perfecto será
María, virgen creyente, como la llamó
Pablo VI en la exhortación Marialis
cultus, porque “concibió creyendo” y “llena de fe concibió a Cristo en su
mente antes que en su seno” (San Agustín). La Iglesia se identifica con María
en el Adviento porque ella lo supo “esperar
con inefable amor de Madre”:
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