jueves, 5 de noviembre de 2009

TESTIMONIO DE NUESTRO OBISPO, D. CIRIACO

Hay personas a las que Dios llama de golpe, como si quedaran deslumbradas por su luz, sin poder ya arder sino en su lumbre. Es el caso de san Pablo. Y hay vocaciones por etapas, con pasos adelante y con vueltas atrás, hasta que el llamado se deja asir por Dios de una vez para siempre. A la distancia de los años veo que lo mío fue mucho más prosaico.

Nací en una familia sencilla, trabajadora, que vivía en el campo, en plena dehesa extremeña. Fue una infancia sana, feliz, con muchas privaciones, como correspondía a los años de posguerra, pero sin pasar hambre. Éramos cuatro hermanos, yo el segundo, porque otro que me precedía murió cuando contaba sólo unos meses. Recuerdo ir a prepararme para la primera comunión a la choza de una piadosa pastora castellana. Mis padres se las ingeniaron para buscar a un anciano maestro, que dejó el asilo para venir a vivir en nuestra casa, a fin de que nos enseñara lo que pudiera a los hermanos y al resto de niños, hijos de cabreros, vaqueros, gañanes. Cuando, con diez años, mi familia se fue a vivir al pueblo, conocí por vez primera una verdadera escuela. Estuve una tarde en el quinto grado y al día siguiente me pasaron al sexto, que era el último entonces. Otro buen maestro, al que siempre recordaré con gratitud, pensó que yo reunía algunas aptitudes para el estudio, se interesó por mí y habló con mis padres. Así fue como decidieron llevarme al Seminario, el único centro de estudios accesible entonces a las familias de condición humilde. Son innumerables los caminos por los que Dios manifiesta su providencia amorosa.

Cuatro años en el Seminario Menor: estudio y oración, recreos y fiestas esperadas, calores y fríos, porque entonces en los Seminarios no se conocía la calefacción ni el aire acondicionado. Luego he agradecido mucho aquella austeridad casi espartana, que nos curtió para soportar dificultades sin derrumbarnos. Recuerdo con especial cariño los meses de mayo, los ingenuos sacrificios ofrecidos por amor a la Virgen, que Ella ha compensado luego tan generosamente.

Más tarde, el Seminario Mayor, el descubrimiento de las chicas, las crisis amorosas de la juventud, la lucha entre seguir al Señor al que había ido conociendo poco a poco o seguir otras llamadas que, entonces, se me presentaban seductoras. Creo que lo que me llevó a resistir fue la conciencia cierta de que, en caso de dejarlo, traicionaba a Alguien a quien yo ya me sentía llamado a seguir desde el fondo del alma. Es por entonces cuando sitúo yo el verdadero inicio de mi vocación. Pasadas aquellas tempestades siempre lo tuve claro, nunca dudé del camino elegido. Recuerdo que, siendo ya sacerdote, nos pidieron en un cursillo trazar la línea de nuestra vocación. Me salió completamente recta.

He ejercido diversas tareas y responsabilidades en mi diócesis de origen: coadjutor, párroco, rector y, más tarde, director espiritual del Seminario y delegado episcopal para el clero, vicario general. De todas estas experiencias, tan enriquecedoras, seguramente de la que guardo los mejores recuerdos es de los trece años pasados en el ministerio parroquial.

El nombramiento para el ministerio episcopal lo viví, sobre todo, como experiencia de gratuidad. Sólo desde la gratuidad de Dios, que llama a quien quiere y como quiere, independientemente de los méritos propios, pude responderme a la pregunta de por qué a mí, habiendo otros más santos, más sabios, mejores que yo. Y ahí sigo, entretejida mi historia de pecado y de gracia, con algunos logros que siempre se quedan más cortos que las aspiraciones, intentando mantener, con la ayuda de la gracia de Dios, la frescura del amor de la primera hora, con conciencia clara de que dar el “sí “ de una vez y para siempre es lo que da real fecundidad a la vida .

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